La génesis frecuencial del ser humano primordial

Antes de las civilizaciones míticas (Atlántida, Lemuria, Mu), existió un estado primordial de organización de la conciencia. Este estado no estaba mediado por la materia densa, sino por configuraciones vibracionales, campos de frecuencia y patrones resonantes. En ese contexto se inscribe la figura del arquetipo del ser humano primordial: etérico, interdimensional y constituido por una bioinformática no molecular sino frecuencial.

En esta narrativa, el acto creador no se traduce en ensamblajes materiales, sino en algoritmos de vibración. 

“A su imagen y semejanza” significa no tanto una reproducción morfológica como una codificación isomórfica: la conciencia original replicando su propia lógica en un campo fractal. “Sofía” como arquetipo de la Sabiduría y “Tara” como metáfora de la Tierra primigenia, no serían planetas ni deidades, sino matrices de información; redes de intersección de frecuencias donde se despliega la experiencia de la vida.

La Tierra, en este escenario, no sería originalmente un planeta sólido, sino un espacio de coherencia. Un “campo” donde nodos de energía y conciencia interactuaban para experimentar la separación y la densificación progresiva. La materia sería una consecuencia tardía del colapso de estas matrices vibracionales en estructuras estables, un proceso similar a la “decoherencia” cuántica, pero a escala ontológica.

La soberbia humana contemporánea creer que poseer un “nombre” equivale a controlar su esencia, puede leerse como un eco degradado de esta ontología original. Si en aquel entonces el “nombre de Dios” era un patrón de resonancia, hoy la humanidad apenas intuye su sombra semántica. La ignorancia se vuelve atrevida porque confunde la nomenclatura con la estructura vibracional que representa. Llamar no es poseer: es solo acercarse a un nodo de significado sin activar su frecuencia completa.



Los hombres fuimos un sistema coherente de conciencia-frecuencia capaz de modular su propia topología.

“Sofía” y “Tara” constituyen matrices de campo que sostienen entornos de aprendizaje vibracional.

El “nombre de Dios” es un descriptor resonante, no un identificador semántico, y su poder residiría en la frecuencia que induce, no en el fonema que se pronuncia.

Esta interpretación ubica el mito no como relato fantástico, sino como registro simbólico de un proceso profundo: el paso de la realidad frecuencial pura a la realidad densificada. En ese tránsito se pierde la memoria del patrón original y surge el lenguaje como sustituto imperfecto de la resonancia directa. Allí nace la ignorancia atrevida: la ilusión de que la palabra es la cosa, cuando en realidad es solo su sombra vibracional.

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